A mi querida tía
Con no muchos tíos tuve la
oportunidad de compartir a lo largo de mi niñez. De parte de mi abuela, venían
de vez en cuando, en especial para algunos cumpleaños o festividades. De parte
de mi tata, igual.
Cuando fui creciendo, fui conociendo a más
personas, que poco a poco, iban cambiando de residencia o tomaban caminos a los
que difícilmente podíamos acceder.
Una de esas personas era mi tía, a quien llamaré
Meli.
Cuando la conocí ya tenía sus años. Desde que
tengo memoria de ella, siempre fue igual; nunca cambió. Usaba su pelito corto.
La iban a buscar en las mañanas y en las tardes la iban a dejar. Por mucho
tiempo su hogar fue una incógnita para mí, hasta que un día acompañé a mi papá
y a mi tata a buscarla un domingo, después de la iglesia. Ella, hace un tiempo,
se había mudado a un asilo. Vivía sola, pero había personas que la acompañaban
y le ayudaban en sus necesidades. Mi tía tenía, entre otras cosas, problemas en
una de sus piernas. Una era más corta que la otra, por ende, cojeaba. Usaba
muleta y un zapato con un enorme taco. Le costaba caminar y no podía seguirnos
el paso si salíamos con ella, aunque fuera al patio de la casa.
Recuerdo claramente algunas ocasiones, cuando
llegaba de visita. Era una persona dulce con nosotros, al menos conmigo siempre
lo fué. —En la familia de mi papá, mi mamá no fue muy bien recibida en un
inicio (a consecuencia, yo tampoco), pero de mi tía tengo una buena impresión.
No recuerdo que me haya tratado mal o que haya dicho algo feo de mi
mamá—.
Algunas veces, cuando llegaba, nos
traía unos pequeños engañitos, cómo chocolates o dulces; básicamente, de la
forma con la que puedes comprarte a un niño. Mi tía no era de grandes
recursos, por ende, sus regalitos no eran caros ni nada por el estilo, lo cual,
viéndolo ahora, a mi edad, fue un muy lindo gesto de su parte.
Algunas veces, cuando nos iba a visitar, tomaba
sus siestas en el sillón, dejando su muleta a un costado, cerca del brazo del
sillón, para, cuando despertara, pudiera tomarlo de inmediato.
No podría decir que fui un niño muy cercano a mi
tía, pero si sentía un gran aprecio y cariño por ella.
Cuando crecí, si bien sabía de su existencia, la
olvidé por completo. Tocaba mi corazón ese sentimiento, pero aprendí a
anestesiarlo.
Cuando iba a jugar fútbol con mis amigos, tomaba
la calle que daba justo a su asilo. Al principio miraba el lugar y me
preguntaba "¿Cómo estará mi tía?", Pero luego de eso, continuaba con
mi vida, sin volver a pensar en ella.
Con los años, ella conoció a los misioneros,
quienes le enseñaron del Libro de Mormón y, consecuentemente, se unió a la
iglesia por medio del bautismo. En ese momento volví a pensar en ella y me
alegré por la decisión que había tomado. En ese entonces, ya estaba más entrada
en años. La ví un par de veces más porque iba a la iglesia con nosotros, pero
después de un tiempo, dejó de hacerlo.
Seguía con visitas de parte de miembros de la
iglesia su casa, pero debía tener cuidado, ya que el asilo era un recinto
perteneciente a otra religión.
Esta fue su vida durante muchos años: vivir sola
en un hogar. Debió tener amigos, los cuales, con el tiempo, dormían.. pero
llegaban otros a ocupar sus habitaciones, con otros carácteres, con otros
peinados y con otra ropa. Quizás congeniaba con ellos, quizás no.
En 20 años, podría asegurar que no tuvo visitas
regulares de su familia, en dónde me incluyo. No formó familia ni dejó
hijos.
Volvieron a pasar los años y
conocí a la mujer con quién me casé. Cuando iba a visitarla o la iba a dejar a
su casa, en ocasiones, volvía a tomar la calle que daba al asilo de mi tía. Se
lo mencioné un par de veces a mi nueva compañera. Siempre que pasaba por ahí,
era casi un ritual mirar su ya viejo hogar.
Cuando me casé, volví a pasar muchas veces por
ese mismo lugar, y como un hombre más maduro me dije: "espero darme el
tiempo un día para venir a verla, tía". Hice tantas veces la misma promesa
que a veces realmente me lo creía. Las oportunidades se dieron, pero siempre
opté por tomar otro camino. Finalmente, no conoció a mi esposa ni pudo
acompañarme en mi matrimonio. Sabía de su existencia, pero nuevamente la
olvidé.
Ayer, 8 de julio del 2020, en una conversación
con mi mamá, me preguntó:
- "¿Recuerdas a tu tía Meli?"
- Sí, respondí. Falleció, ¿cierto?
- "Sí. Ya venía con dificultades
respiratorias, pero se contagió de COVID-19 y falleció ayer"
Convivió con la muerte tocando la puerta de sus
vecinos hasta que, a causa de la enfermedad de moda de este año, la cual la
pilló solitaria, la atrapó de tal forma que, finalmente, se la llevó.
Hoy, a dos días de su partida, la recuerdo;
pienso en ella en esta helada y oscura noche de invierno y la lloro, porque la
culpa llena mi corazón y me aflige su recuerdo; porque sé que tuve el tiempo y
las oportunidades para visitarla y no lo hice. Después de tantos años, no me
vio convertido en un adulto, no conoció a mi esposa y mucho menos, conoció a mi
hija. Imagino que sus últimos recuerdos de mí, debido a su propia vejez, fueron
cuando aún era un escolar.
No era tan cercano a ella, pero viendo su vida,
me duele hasta el mismo centro saber que tuvo que pasar todo esto sola y sin
familiares que pudiéramos acompañarla en sus últimos respiros.
Espero que, después de tanto tiempo, tus
hermanos te reciban con una mayor calidez y con más cariño del que en estos
últimos 20 años, nosotros, tu familia, pudimos ofrecerte.
Siempre he sabido de tu existencia... pero hoy, te extraño.
Hasta pronto tía.