Wednesday, September 2, 2020

La última flor del jardín

A mi querida tía

Con no muchos tíos tuve la oportunidad de compartir a lo largo de mi niñez. De parte de mi abuela, venían de vez en cuando, en especial para algunos cumpleaños o festividades. De parte de mi tata, igual.
Cuando fui creciendo, fui conociendo a más personas, que poco a poco, iban cambiando de residencia o tomaban caminos a los que difícilmente podíamos acceder.

Una de esas personas era mi tía, a quien llamaré Meli.

Cuando la conocí ya tenía sus años. Desde que tengo memoria de ella, siempre fue igual; nunca cambió. Usaba su pelito corto. La iban a buscar en las mañanas y en las tardes la iban a dejar. Por mucho tiempo su hogar fue una incógnita para mí, hasta que un día acompañé a mi papá y a mi tata a buscarla un domingo, después de la iglesia. Ella, hace un tiempo, se había mudado a un asilo. Vivía sola, pero había personas que la acompañaban y le ayudaban en sus necesidades. Mi tía tenía, entre otras cosas, problemas en una de sus piernas. Una era más corta que la otra, por ende, cojeaba. Usaba muleta y un zapato con un enorme taco. Le costaba caminar y no podía seguirnos el paso si salíamos con ella, aunque fuera al patio de la casa.


Recuerdo claramente algunas ocasiones, cuando llegaba de visita. Era una persona dulce con nosotros, al menos conmigo siempre lo fué. —En la familia de mi papá, mi mamá no fue muy bien recibida en un inicio (a consecuencia, yo tampoco), pero de mi tía tengo una buena impresión. No recuerdo que me haya tratado mal o que haya dicho algo feo de mi mamá—. 

 

Algunas veces, cuando llegaba, nos traía unos pequeños engañitos, cómo chocolates o dulces; básicamente, de la forma con la que puedes comprarte a un niño. Mi tía no era de grandes recursos, por ende, sus regalitos no eran caros ni nada por el estilo, lo cual, viéndolo ahora, a mi edad, fue un muy lindo gesto de su parte.

Algunas veces, cuando nos iba a visitar, tomaba sus siestas en el sillón, dejando su muleta a un costado, cerca del brazo del sillón, para, cuando despertara, pudiera tomarlo de inmediato.

No podría decir que fui un niño muy cercano a mi tía, pero si sentía un gran aprecio y cariño por ella.

Cuando crecí, si bien sabía de su existencia, la olvidé por completo. Tocaba mi corazón ese sentimiento, pero aprendí a anestesiarlo.

Cuando iba a jugar fútbol con mis amigos, tomaba la calle que daba justo a su asilo. Al principio miraba el lugar y me preguntaba "¿Cómo estará mi tía?", Pero luego de eso, continuaba con mi vida, sin volver a pensar en ella.

Con los años, ella conoció a los misioneros, quienes le enseñaron del Libro de Mormón y, consecuentemente, se unió a la iglesia por medio del bautismo. En ese momento volví a pensar en ella y me alegré por la decisión que había tomado. En ese entonces, ya estaba más entrada en años. La ví un par de veces más porque iba a la iglesia con nosotros, pero después de un tiempo, dejó de hacerlo.

Seguía con visitas de parte de miembros de la iglesia su casa, pero debía tener cuidado, ya que el asilo era un recinto perteneciente a otra religión.

Esta fue su vida durante muchos años: vivir sola en un hogar. Debió tener amigos, los cuales, con el tiempo, dormían.. pero llegaban otros a ocupar sus habitaciones, con otros carácteres, con otros peinados y con otra ropa. Quizás congeniaba con ellos, quizás no.

En 20 años, podría asegurar que no tuvo visitas regulares de su familia, en dónde me incluyo. No formó familia ni dejó hijos. 

 

Volvieron a pasar los años y conocí a la mujer con quién me casé. Cuando iba a visitarla o la iba a dejar a su casa, en ocasiones, volvía a tomar la calle que daba al asilo de mi tía. Se lo mencioné un par de veces a mi nueva compañera. Siempre que pasaba por ahí, era casi un ritual mirar su ya viejo hogar.

Cuando me casé, volví a pasar muchas veces por ese mismo lugar, y como un hombre más maduro me dije: "espero darme el tiempo un día para venir a verla, tía". Hice tantas veces la misma promesa que a veces realmente me lo creía. Las oportunidades se dieron, pero siempre opté por tomar otro camino. Finalmente, no conoció a mi esposa ni pudo acompañarme en mi matrimonio. Sabía de su existencia, pero nuevamente la olvidé.

Ayer, 8 de julio del 2020, en una conversación con mi mamá, me preguntó:
- "¿Recuerdas a tu tía Meli?"
- Sí, respondí. Falleció, ¿cierto?
- "Sí. Ya venía con dificultades respiratorias, pero se contagió de COVID-19 y falleció ayer"

Convivió con la muerte tocando la puerta de sus vecinos hasta que, a causa de la enfermedad de moda de este año, la cual la pilló solitaria, la atrapó de tal forma que, finalmente, se la llevó.


Hoy, a dos días de su partida, la recuerdo; pienso en ella en esta helada y oscura noche de invierno y la lloro, porque la culpa llena mi corazón y me aflige su recuerdo; porque sé que tuve el tiempo y las oportunidades para visitarla y no lo hice. Después de tantos años, no me vio convertido en un adulto, no conoció a mi esposa y mucho menos, conoció a mi hija. Imagino que sus últimos recuerdos de mí, debido a su propia vejez, fueron cuando aún era un escolar.

No era tan cercano a ella, pero viendo su vida, me duele hasta el mismo centro saber que tuvo que pasar todo esto sola y sin familiares que pudiéramos acompañarla en sus últimos respiros.

Espero que, después de tanto tiempo, tus hermanos te reciban con una mayor calidez y con más cariño del que en estos últimos 20 años, nosotros, tu familia, pudimos ofrecerte.


Siempre he sabido de tu existencia... pero hoy, te extraño.

 


Hasta pronto tía.